El
otro día me encontré en la calle a mi colega Joseba, psicólogo del proyecto de acompañamiento terapeútico para enfermos mentales de los servicios sociales del distrito
de Centro, que estaba esperando a un
paciente suyo.
Y
eso me dio en qué pensar. Porque si el psicólogo espera al paciente, y la
trabajadora social al usuario, ¿a quién espera el educador? No al paciente
(metáfora clínica que la psicología toma prestada de la medicina, profesión más
antigua y con mayor prestigio social y remuneración económica: el psiquiatra es
más que el psicólogo, que es más que el trabajador social, que es más que el
educador social…que no es más que el aún recién llegado al universo de las
profesiones de la relación de ayuda).
¿A
quién espera el educador? ¿Al usuario? (metáfora prestada del trabajo social
ligada al sistema público de servicios sociales para personas sin recursos, que en cierto modo
nos equipara dicha profesión como prestadores de servicios distintos dentro de
un mismo dispositivo).
¿Al
educando? (palabra enraizada en la base de nuestro genoma educativo -pero
habitualmente circunscrita a la reflexión teórica de la pedagogía- que
compartimos con el mundo escolar de la docencia en la formación reglada).
¿O
a la persona, a “una de mis familias”? (refiriéndonos así a la denominación más
general, común, desvinculada de toda connotación profesional más allá del necesario
vínculo, la relación personal indicada por el adjetivo posesivo “mis”).
Porque
la elección no es baladí, ya que afecta directamente al tipo de relación que
establecemos: no es lo mismo el paciente (del psicólogo), que el usuario (del
trabajador social), que el educando (del educador social) o el alumno (del
maestro o profesor) …aunque sea la misma persona, según que frecuente a uno u
otro profesional. A uno lo curamos, al otro lo informamos, derivamos y
orientamos, a aquel lo educamos y a este otro lo enseñamos.
Pues
el modo en que nombramos a nuestro interlocutor encierra en sí mismo una
propuesta que define un marco de relación y anticipa lo que puede esperar el
uno del otro.
De
modo que el psicólogo nos cura o alivia de nuestro sufrimiento mental o locura (“Pero yo no estoy loco, no necesito
ir al psicólogo” ), al trabajador social lo usamos para que nos oriente y atienda
nuestras carencias socioeconómicas (“Vengo a pedir la paga, a que le pongan
auxiliar a mi madre, a que me den plaza en una residencia…”) y el educador nos
acompaña en el proceso educativo de hacer por sí solos lo que (aún) no somos
capaces de hacer.
Y
si lo nombrado no concuerda con la expectativa de la persona que acude a
nosotros (o a la que tratamos nosotros de acercarnos), es muy probable que la
respuesta no sea la prevista o deseada.
Lo
que ocurre también del otro lado del espejo, pues el mecanismo es recíproco y
lo mismo que a nosotros afecta a nuestros pacientes, clientes o educandos.
Y
no es lo mismo el loquero que el coach que el psicólogo, ni la señorita que la
asistenta que la trabajadora social, ni el monitor ni el cuidador que el
educador social.
Que de cada uno se espera distinto y a cada cual le
pediremos, y le diremos (y le daremos) distinto.