De vuelta de las vacaciones llamo a Antonia (nombre ficticio), usuaria del servicio de Educación Social municipal. Inmediatamente me cuenta indignada que su trabajadora social quiere obligarla a trabajar, pero que ella tiene amigos a los que han concedido la RMI y no trabajan. Y que encima le han pedido más documentación: si le piden un solo papel más, no piensa presentarlo.
Tampoco necesita un educador que le oriente con las niñas, ya buscará ella un psicólogo de pago, y además, que tampoco lo necesita porque la pequeña ya le hace caso.
No hace falta que nadie la controle ni le diga lo que tiene que hacer, que no es tonta ni está loca, y hasta ahora se ha buscado la vida muy bien ella sola, y a sus hijas no les falta lo necesario.
Entonces cuento mentalmente hasta diez, respiro hondo, aprovecho que ella hace a su vez una pausa para respirar, y comienzo la delicada tarea de conectar con sus emociones, redefinir con ella la situación, volver a explicar en qué consisten la RMI y su PII, deshacer posibles malentendidos con la compañera de la UTS de zona, y reencuadrar mi intervención con ella, para terminar concretando una fecha para mi próxima visita a su domicilio.
¡Feliz vuelta al cole!
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