Nadia (nombre ficticio), es una menor de 16 años, reagrupada hace dos en una familia reconstituida, tras años de no ver a su padre. Absentismo escolar, compañías de riesgo, consumos y fuerte conflicto entre padre e hija, con fugas de casa, algunas muy prolongadas, y súbitas reconciliaciones.
El padre demanda que nos hagamos cargo de la hija, pues ya no puede más y por su culpa ha perdido tres trabajos. La menor, que reconoce conductas de riesgo, declara sufrir el rechazo de su padre y demanda apoyo para entrar en una formación profesional básica, además de aceptar acompañamiento a planificación familiar.
Nuestra intervención progresa a saltos, con avances y retrocesos, bloqueos e interrupciones.
En un momento dado, el padre declara haber resuelto el problema por su cuenta solicitando a un juez la emancipación de su hija y reprochándonos amargamente el haber defraudado su confianza. Los distintos profesionales coincidimos en la gravedad del caso y las dificultades para la intervención... La menor, en cambio, me dice que ahora que ya no vive con su padre por fin es feliz y se encuentra muy bien...
¡Qué tan distinto diagnóstico! Y qué diferente el pronóstico en cada caso. ¿Pero cuál está en lo cierto? Rabia, preocupación, alegría. Porque las tres son igualmente reales, en tanto corresponden a percepciones vividas y generan distintas expectativas y respuestas. ¿Y cómo alcanzar una visión compartida, establecer objetivos comunes, garantizar el interés superior del menor? Porque sólo al aceptar la visión que tiene el otro del problema podemos tener su atención y confianza, de modo que seamos capaces de ser útiles y ayudarles a resolver su problema.
En el plano de la relación tenemos a un padre demandante (viene a plantear una queja o demanda) y a una hija visitante (viene porque alguien le trae), en la clasificación de Steve de Shazer, a diferencia del comprador (que viene con un objetivo preciso y está dispuesto a hacer algo para lograrlo). Y mi fallo, en este caso, ha estado en la dificultad de aceptar la visión de padre, lo cual ha repercutido en una mala relación con él y en una buena con la hija, en una falta de confianza en el primer caso y en una buena aunque frágil relación educativa con la hija.
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